Esta es la historia de un vinicultor que vivía al pie de un volcán. Sus tierras tenían la particularidad de nacer en la base del mismo y extenderse algunas hectáreas en ascensión al cráter. Justo en la mitad de las susodichas había una enorme roca de piedra caliza que se elevaba como un gigantesco menhir, marcando la línea divisoria que delimitaba las tierras cultivadas de las que aún no lo estaban. Y es que, el vinicultor, no estaba dispuesto a ceder ante la citada roca. Soñaba con dejar sus tierras diáfanas antes de terminar de cubrirlas de vides, pero el obstáculo anteriormente expuesto enturbiaba sus aspiraciones, por lo que le había declarado la guerra encarecidamente.
Todas las madrugadas, antes de salir el sol, dedicaba una buena parte de su tiempo a picotear la base de la roca, con la esperanza de que ese tronco pétreo cediera en cualquier momento y cayera vencido al suelo. Cuanto deseaba que llegase ese día. El día del fin del adversario. El día en el que sus tierras no se vieran mutiladas por ese miembro hostil para el cultivo.
Su esposa, una mujer humilde y trabajadora, llena de supersticiones, pensaba que la roca era propiedad de los duendes del fuego (unos personajes surgidos de las leyendas populares del lugar) y que su marido, con esa actitud, los estaba ofendiendo, por lo que el día menos pensado se vengarían por su osadía.
Así transcurrían sus días. Él plantando cara a golpes de pico a su odiada roca y ella pidiéndole que dejase las cosas como estaban, que si los duendes la habían puesto ahí, sería por algo. Enzarzados en posturas irreconciliables convencidos de estar en posesión de la verdad, se distanciaban absurdamente uno del otro, inmersos en sus rutinas cotidianas.
Un buendía el volcán se levantó gruñón. Puestos a discutir él tenía todas las de ganar. El vinicultor, a pesar de oír el tronar de sus rugidos no se amedrento, se apoyó el pico en el hombro (tal cual soldado de plomo) y partió de madrugada, desfilando rumbo a su obsesión. Haciendo oídos sordos a las súplicas de su mujer, que estaba convencida de que su marido había provocado la ira de los duendes del fuego.
El sonido del pico contra la roca apenas era audible debido a los crujidos del volcán. No obstante, indiferente a los acontecimientos, nuestro tozudo protagonista no cedió ni un ápice en su fijación y continuó picando con las miras puestas en las hectáreas que iba a recuperar.
De súbito, la tierra tembló con una violencia tal, que el inmenso menhir se doblegó como una brizna al viento, cayendo, a plomo, sobre el vinicultor, sepultándolo por completo. Cuando el seísmo cesó nadie podría haber dicho que alguien había estado ahí.
Las horas transcurrieron y el volcán se calmó. Un silencio repentino pareció apoderarse de todo durante unos minutos; hasta ser roto por el canto de unos pájaros y el susurro de la brisa. Haciendo retornar a la sosegada atmósfera que acostumbra reinar en estos parajes.
Llegada la tarde, la mujer del vinicultor, viendo que no volvía, se aventuró a ir en su busca.
Al llegar a la zona de la roca se sobresaltó al verla derribada. Miró en todas las direcciones buscando a su marido pero no lo hallo. Guardó silencio un tiempo, hasta que una expresión de horror se dibujó en su cara, y con la misma, salió corriendo. Huyendo del lugar como alma que lleva el diablo.
Un mes más tarde, volvió al lugar acompañada por dos hombres. Se detuvieron delante de la roca abatida y ella les comento algo en voz baja señalando un costado de la misma.
Los hombres, que venían con unos fardos, sacaron de ellos sendos escoplo y martillo, y acto seguido, esculpieron en la piedra, acorde con los ecos de sus golpes en la distancia, el siguiente escrito:
“AQUÍ FUE ABDUCIDO POR LOS DUENDES DEL FUEGO EL OBSTINADO DE MI MARIDO. EL DÍA QUE SEA LIBERADO, ESPERO QUE LEA ESTO, Y ENTIENDA, QUE YO TENÍA RAZÓN Y EL NO”