Raíces Profundas


Asentada en el centro de una cuenca entre dos montañas, se hallaba una casita blanca de tejas rojas de arcilla horneada. Esta, junto con una pequeña y variada huerta (esmeradamente cuidada) que rodeaba la rústica propiedad, y algunas cabritas albergadas tras un vallado de madera en uno de sus laterales; proporcionaban sobrado refugio y sustento a su propietaria. Una anciana octogenaria, cuyas raíces familiares en la citada propiedad, se perdían en los albores del tiempo. Por lo cual, gustaba de decir, que hasta donde podía recordar siempre había estado ahí.

Esta mujer, integrada en el entorno, pasaba el tiempo que le sobraba de sus tareas agrícolas, sentada en el porche, elaborando un nutrido conjunto de utensilios de paja y sonriendo a las puestas de sol, maravillada por la magnitud de su belleza. Sin lugar a dudas, era feliz en su pequeño reducto natural, lejos del mundanal ruido, las aglomeraciones y las impurezas de las urbes.

Cierto día, el cartero del municipio le entregó una notificación, la cual dejó (como era su costumbre) sobre un aparador de madera maciza labrado con hermosas florituras que tenia en su dormitorio. Junto al resto de la correspondencia que esperaba ser leída por su hijo, que solía venir a verla, como mínimo, una vez por semana.

Así fue, que este se personó, fiel a su costumbre, y le leyó con ternura todas sus cartas; dejando para el final el comunicado. El cual, ojeo por encima en silencio, y sin más, se lo guardo en el bolsillo. Le dio un tierno beso a su madre y (tras bromear cariñosamente con ella) se marcho.

La anciana, sin darle mayor importancia al tema, continuó con su rutina, feliz de volver a estar sola, pues, aunque le agradaban las visitas de su hijo, adoraba el intenso vínculo que le unía a aquel lugar. Refugio del ritmo compensado de su alma, de su soledad en compañía de objetos y recuerdos, del goce de sus largos silencios arrullada por las transiciones cotidianas de luces y sombras, acompasadas, por tenues sonidos relajantes, brotando aleatoriamente de los infinitos recovecos de ese místico entorno natural.

Una tarde, su hijo, en una de sus visitas, la invitó a pasar una temporada en su casa, para que pudiera disfrutar de la compañía de sus nietos. La idea no le desagradó, pues adoraba a esos diablillos. Así pues, hizo una pequeña maleta y se fue con él.

Allí, fue tan dichosa, que perdió la noción del tiempo, para cuando empezó a sentir añoranza de su hogar ya habían transcurrido unos años, y pese a la adoración que sentía por los pequeños, no podía ignorar la persistente y sutil llamada que le inducía a volver a su pequeño reino.

Así se lo hizo saber a su hijo. Pero este, con el corazón en un puño, ya no pudo seguir ocultándole que sus tierras habían sido expropiadas por el estado, con la finalidad, de desviar el cause de un río cercano y hacer de la cuenca una presa. Se disculpó, por no haber tenido valor para decirle, que el comunicado que había recibido, era un aviso de desahucio de inmediato cumplimiento, y que, en aquellos momentos, su pequeño universo se hallaba sumergido bajo las aguas, mientras las autoridades pertinentes, festejaban eufóricas la inauguración de la nueva presa por todo lo alto.

La anciana, viéndole tan perturbado, lo tranquilizó con voz tierna, como solía hacer cuando era niño. Luego se retiró a su dormitorio, del que no salió hasta el día siguiente. Con la luz del nuevo día filtrándose por la ventana, se dirigió nuevamente a su hijo, para recordarle que deseaba volver a su hogar. El joven, apesadumbrado, volvió a disculparse relatándole lo sucedido, y tan pronto terminó de hablar, ella, sistemáticamente, dio la vuelta, retirándose a su dormitorio y permaneciendo en él hasta el día siguiente.

Los días transcurrieron sin que el ritual dejase de repetirse. Madrugada tras madrugada. Una y otra vez, hasta que el alma de la anciana se evaporó, quedando sólo una mortaja ambulante, que se desplazaba por inercia, soltaba su discurso y se volvía a marchar.

Su hijo, sin fuerzas para seguir dándole explicaciones. La miraba con tristeza, la escuchaba con infinita paciencia y la acompañaba con delicadeza a su habitación.

Una mañana de verano dejó de hablar. Una tarde de otoño no se levanto más. Una noche de invierno dejo de respirar.

Tuvo un funeral sencillo, acompañada por todos sus allegados y amigos que tanto la estimaban. No obstante, en primavera (la época que más le gustaba a la difunta anciana) su hijo, por iniciativa propia, solicitó exhumar su tumba e incinerar sus restos. Los cuales, llevó a la cuenca y espació sobre la presa, con la esperanza de que las cenizas pudiesen hacer que una parte de su madre regresara a descansar al lugar que la vio nacer.

Lo curioso del caso, es que, el joven, nunca supo ver que el alma de su madre había abandonado su cuerpo mucho tiempo antes de morir. El amor por su hogar era tan intenso que no pudo esperar.

Hoy día, a varios metros de profundidad, sumergida en la presa, permanece intacta la casita blanca de tejas rojas de arcilla horneada. Y si pruebas a mirar con los ojos del corazón, quizá veas que en su porche se halla sentada, elaborando un nutrido conjunto de utensilios de paja, una anciana que sonríe a unas prodigiosas puestas de sol, dignas de la visión de los Ángeles.

Procesando…
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Publicado por marcoasantanas

“Soy un despistado avispado. Un desmemoriado que sólo recuerda lo que le llama la atención. Un inculto enamorado de la cultura. Así, podría seguir y seguir definiendo esa especie de disfunción “defecto-virtud” que anida en mi desequilibrado universo interior. Pero tranquilos, no lo voy ha hacer. Sí, es verdad, soy un desastre, pero siempre llevo el icono de “ Estamos mejorando” pegado en la frente.”

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