Cuentan de una madre que no sabía como demostrar el inmenso amor que sentía por su hijo. Es más, le incomodaba ver a las otras madres exhibir premeditadas y exageradas carantoñas a sus pequeños, cosa que su marido no entendía a pesar de amarla. Ella, ante el más leve reproche por dicha actitud se cerraba en banda, ignorando a su esposo por completo. Lo cual entristecía mucho al hombre pues le hacia dudar de los sentimientos de su esposa hacia su hijo.
El caso, es que dando una elegante fiesta en el jardín de su casa, justo en un momento en el que se disponía a salir por la puerta del porche con una bandeja de canapés en la mano, vio como el 4×4 de su marido rodaba sin control, de culo y cuesta a bajo por la pendiente de acceso al garaje. Sin inmutarse pensó: “Ahí va el cacharro de mi marido, una vez más, a hacerse pedazos contra el muro” pero, tan pronto terminó la frase, vio a su hijo jugando, justo, en la misma pendiente, en mitad de la trayectoria del citado vehículo. Dándole un vuelco el corazón, soltó la bandeja de canapés, la cual, se estrello contra el suelo esparciendo los bocaditos por doquier, y sin dudarlo, se lanzó al rescate.
Desgraciadamente los tacones y la falda ajustada que había escogido para la ocasión, jugándole una mala pasada, la hicieron caer de bruces contra el suelo, golpeándose e hiriéndose en el codo, la barbilla y la rodilla. No obstante, sin dar muestras de dolor, se recompuso con presteza, se quitó los zapatos de tacón, se rompió la falda con las manos, y ensangrentada corrió velos como una gacela con la mirada fija en su niño.
Su marido y el resto de los invitados al verla correr se percataron de la fatalidad que se avecinaba, sin embargo, no supieron reaccionar. Inmovilizados, se quedaron absortos mirando como se desenvolvían los acontecimientos.
Ella, negándose a malgastar fuerzas pidiendo ayuda. Atravesó como una exhalación el trecho que le separaba de los asistentes y se abrió camino a empujones entre ellos. Inclusive, se vio obligada a pasar por encima de la mesa donde había depositado, con un gusto exquisito, las bebidas y otras degustaciones, esparciéndolas por el suelo.
Corrió como nunca lo había hecho, sin que nadie hiciera otra cosa más que mirarla. Cuando el vehículo estaba a poca distancia de su hijo, se interpuso velos entre ambos, cogió a su retoño, y viendo que no le quedaba tiempo para más, se medio giró sobre él a modo de escudo, y extendió, en un acto reflejo, uno de sus brazos hacia el 4×4 en ademán de pararlo.
Niño y madre murieron arrollados por el todo terreno sin que se pudiera hacer nada. Su marido, cegado por el dolor y la impotencia, e incapaz de emitir palabra, se desmoronó llevándose las manos a la cabeza. Los que le rodeaban se apresuraron a atenderle. El resto de los presentes, aterrados, en silencio y con lagrimas en los ojos, no salían de su asombro.
En un momento dado, una voz masculina se atrevió a romper el silencio para decir con la voz quebrada: – ¡Dios mío! Eso ha sido una insensatez. – A lo que una voz femenina, triste y desolada, repuso: – Te equivocas, eso ha sido una demostración de amor.