Capítulo 1
El Despertar
Oscuridad, allí donde miro solo veo oscuridad. Como si un inmenso y tupido manto lo cubriera todo. Envuelto en él, a tientas, intento desplazarme, adherirme a algo, lo que sea, que me aporte sensación de estabilidad. No siento el suelo bajo mis pies. Pataleo en vano. Consumo tiempo y energía sin obtener nada a cambio. No sé dónde me encuentro e ignoro cómo he llegado aquí. Floto a la deriva en un espacio vacío, huérfano de luz y enemigo del calor, limitado por una resistencia similar a la que ejerce el agua al ser atravesada por un cuerpo. No obstante, al margen del malestar que experimento, respiro, luego… no me hallo sumergido aunque pudiese jurar que así fuera.
Suspendido en el vacío, oigo susurros plagados de palabras que inducen al sosiego. Macabro arrullo en los oídos de este insecto atrapado en un jugo dulzón, bajo cuya superficie inocua, se prevé un fondo oscuro de naturaleza cruel.
Dichos susurros se tornan voces que con inquietante amabilidad me invitan a cerrar los ojos y sumergirme en el olvido. Sin embargo, pese al atractivo inducido en dicha sugerencia, no consiguen persuadirme. Por lo que contrariadas ante a mí firmeza, optan por sincronizarse, aumentando el tono.
Mi corazón se acelera. Siento sus latidos golpear con fuerza contra mí pecho. Me cuesta respirar. ¡Necesito salir de aquí! Con los ojos desorbitados, escudriño en el vacío, y aún siendo consciente de la futilidad de mis intentos, reanudo mi pataleta, dando zarpazos al vacío hasta perder la noción del tiempo.
A punto de desfallecer, este desesperado empeño por alcanzar la libertad, se ve milagrosamente recompensado por mi olvidado sentido del tacto; el cual, asentado en la yema de mis dedos, me transmite la certeza de haber rozado algo. Gracias a esa nimiedad, se reaviva en mí la chispa de la esperanza.
Procurando mantener la calma, cambio de estrategia. Abandono las pataletas y me aventuro a desplazarme. No resulta fácil. Me muevo con lentitud aunque no sea esa mi intención. Es como ir contracorriente en el sentido más estricto y literal de la expresión.
La ausencia de luz y el entorno insólito, entorpecen notablemente la incursión, a pesar de ello, no ceso de dar interminables brazadas hasta colisionar en un momento dado con una inesperada barrera. Con ciertas reservas, extiendo el brazo arriesgándome a tocarla. Palpo con timidez su superficie. Al tacto, se muestra blanda, rugosa y cálida. Intuyo que es de materia orgánica aunque dicha sospecha sea perturbadora.
Curiosamente, las voces cambian de actitud acorde con los acontecimientos, suben una octava y se tornan imperativas. Por mi parte, ajeno a sus apremios, medito unos segundos antes de continuar. Concluyendo en deslizarme paralelamente a la citada barrera, alentado por el anhelo de hallar alguna grieta o fisura que me proporcione la libertad.
Sumido en este periplo tenebroso, buceo cauteloso procurando eludir la densidad de esta sustancia, la cual, parece aumentar por segundos. No es que el líquido, o lo que sea, que me rodea se esté condensando, simplemente, me fallan las fuerzas.
Transcurrido un tiempo, me percato de que la barrera parece no tener fin. Quizá, esté dando vueltas en círculo. Pero… ¿Cómo saberlo con certeza?…
Las voces cambian nuevamente tornándose en gritos. Estos, se pisan unos a otros en un galimatías frenético y ensordecedor que pasa del acoso verbal a la intimidación en cuestión de segundos. Siento la imperiosa necesidad de taparme los oídos, pero no sirve de nada, es como si estos brotaran de lo más recóndito de mi cerebro.
– «¿Por qué reaccionan así?…» –
– «¿Tal vez esté cerca de la salida?…»-
Lamentablemente, mis cavilaciones se ven interrumpidas sin previo aviso por un dolor agudo en el pecho que me paraliza y me hace perder la conciencia. Experimento una intensa sensación de descenso, y en el proceso, la algarabía de gritos que acribillaban mis tímpanos, disminuyen el volumen, dando paso al silencio más absoluto. Fundido con la nada, el dolor desaparece, la respiración se detiene y la luz de mis ojos se apaga clavando el vacío de sus pupilas en el infinito. El silencio y la ausencia de sensaciones parecen frenar el tiempo. Exhibiendo mi cuerpo inerte, despojado de su chispa vital, flotando esperpéntico a la deriva en algún punto indeterminado de esta oscuridad.
Del silencio brota una voz nueva. Su vibración suave y dulce es bálsamo para mis oídos:
– Tranquilo. Todo va a salir bien. –
Con el reconfortante eco de esas palabras vuelvo en mí con extrema lentitud, como si fuera a cámara lenta. Abro los párpados y… ¡la oscuridad sigue ahí!
De súbito, todo se acelera frenéticamente, bombardeándome con imágenes de una crudeza repulsiva producto de mi pasado más inmediato. Colocándome irónicamente justo en el mismo lugar en el que me hallaba antes de desvanecerme. Con la excepción de que ahora las escurridizas barreras se ciernen sobre mí.
No sé cómo, al perder la conciencia, el oscuro lugar en el que flotaba, menguó hasta retenerme en una especie de burbuja con tendencia a seguir disminuyendo el escaso espacio que presumiblemente aún queda a mí alrededor.
El pánico se apodera de mí. Sin perder tiempo, apoyo brazos y piernas en sus paredes con la previsible e ingenua intención de detenerlas. Mis miembros se hunden en su superficie como si fuera de goma. Esta elasticidad inesperada me sobrecoge. Se diría que la omnipresente membrana que me envuelve acelera su contracción acorde con la intensidad de mis estímulos.
No consigo mantenerme erguido. Intento ganar tiempo flexionando las piernas y clavando las rodillas por un lado mientras hago presión con las manos y los codos por otro. Pero con ello, solo consigo acabar de rodillas con la cabeza gacha, sin que la supuesta esfera deje de menguar.
Tras incontables intentos fallidos, termino en posición fetal, completamente aprisionado en un envoltorio que no me permite mover ni un dedo, y aun así, sigue oprimiéndome sin piedad. Quiero gritar, pero el pánico y la escasez de espacio me lo impiden. Esa sustancia elástica y carnosa está tan pegada a mí que se diría que somos una misma cosa.
Como una desmedida anaconda relamiéndose ante su festín, ciñe el envoltorio hasta no poder más. Los codos se me clavan en las costillas haciéndolas crujir. La caja torácica se resiente y los pulmones pierden espacio para dilatarse. La presión ejercida por este organismo alcanza límites insospechados.
– «¡Ha de haber un modo de salir de aquí!» –
Los huesos comienzan a sonar uno tras otro armonizando este espectáculo macabro. Me hallo demasiado agotado y aturdido para poder reaccionar. Un predecible sonido seco en mi nuca anuncia el golpe de gracia y finaliza el sufrimiento. Se repite el estado de paz interior. Vuelvo a caer en el pozo sin fondo y en dicho descenso imploro:
– «¡Déjenme morir!» –
Milagrosamente, después de haberlo deseado hasta la saciedad y haber perdido toda esperanza, diviso una luz distante, minúscula, parecida a una estrella. Esta, a pesar de la lejanía, hace uso de una poderosa tracción gravitatoria, que me atrapa y me atrae hacia ella.
Dicha situación acelera mi caída libre, ganando velocidad progresivamente a medida que el vacío que me separa de ese faro en mitad de la nada disminuye. Dejando tras de mí, una estela de vida sin vivir que se desintegra a modo de cola de cometa predestinado a colisionar irremediablemente con el destino que le impone su trayectoria.
La citada luz minúscula, crece a medida que me acerco a ella. Pasa de ser un punto en la distancia a convertirse en un sol descomunal que casi lo cubre todo. Su luz intensa, cegadora por momentos, emite ondas cálidas. Grata brisa que reconforta a este cuerpo erosionado por las inclemencias del frío de las tinieblas.
Atrás, casi difuminado por el espacio, se adivina un punto oscuro y diminuto del que nada quiero saber. Ante mí, nace un nuevo horizonte, en el cual, se materializa un agujero demencial del que emana una luz tan poderosa, que atraviesa la membrana de mis párpados, obligándome a apartar la cara.
Llegado a este punto, poco o nada puedo decir. Los acontecimientos se desarrollan a demasiada velocidad. No hay tiempo para pensar o sentir nada. Ese inmenso remolino de luz incandescente que se halla ante mí, se abre como una gigantesca boca que absorbe todo lo que se encuentra a su paso engulléndome con la mayor de las simplezas.