Érase una vez un náufrago en el mar de la vida, que movido por una intensa necesidad de romper con su soledad, comenzó a lanzar a las corrientes del destino mensajes en botellas. Anhelando, en lo más profundo de su ser, que estos llegaran a las manos de alguien que se dignase a leerlos. Pero sus envíos, embarcados en un viaje sin retorno, desaparecían sin más, aumentando en demasía su soledad. Harto de no obtener respuesta, decidió enviarse a sí mismo en una botella, ya no para ser escuchado, si no, más bien, para tener constancia de la existencia de otros seres como él en el citado mar.
Tras soportar una travesía larga y tortuosa, sometido a las inclemencias del inconstante devenir de los tiempos, quedó varado en una playa. Quiso salir de la botella, pero no pudo. Había pasado tanto tiempo dentro de ella que acabo formando parte de la misma. Triste y solo se resignó a vivir en ese estado.
Una tarde, con una puesta de sol magnifica, una mujer que paseaba descalza por la orilla se topó con la botella y en consecuencia con el hombre que había en su interior.
– ¡Qué suerte! ¡Un genio en una botella! ¿Has venido a solucionar todos mis problemas? –, dijo la mujer con el rostro iluminado por la alegría. A lo que él respondió con tono apagado: – No soy un genio, solo una víctima de la soledad. No puedo solucionar tus problemas, pero sí puedo ayudarte a soportar el peso que generan.
Ella, sin perder la sonrisa, lo observó durante un rato. Luego, sin mediar palabra, rompió la botella, estrechó la mano del hombre y mirándole a los ojos le dijo: – Acepto tu propuesta.
De ese modo, el náufrago dejó de estar solo.
La última vez que le vi, iba abrazado a su compañera, a la deriva pero feliz, porque, amigos míos, en el mar de la vida es mejor navegar en compañía.